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¿Golpe de gracia a la globalización?

Así es como la interdependencia, la complejidad, la velocidad y la incertidumbre moldean el mundo en el que vivimos, y conviene no perderlas de vista.

Cumplido más de un año de la irrupción de la Covid-19 en nuestras vidas, no son pocos los análisis que intentan hacer balance del impacto de la pandemia a escala global, y muy especialmente sobre el proceso de globalización mismo.

La globalización, ese gran motor que ha marcado el progreso de la humanidad en las últimas décadas, venía ya mostrando síntomas de transformación. Unos veían agotamiento, otros crisis, y otros, simplemente, desaceleración. Ahí estaba el semanario birtánico The Economist, en enero de 2019, hablando de slowbalisation en un contexto marcado entonces por la guerra comercial entre China y Estados Unidos. Unos años antes, episodios como el Brexit o la elección de Donald Trump pusieron el acento sobre el llamado «backlash against globalization», que se convirtió en omnipresente mantra de artículos y citas internacionales, desde Davos a las reuniones del FMI, el Banco Mundial o la OCDE.

Pero podemos remontarnos aún más. Desde 2012 la OMC venía alertando de la desaceleración del ritmo de crecimiento del comercio mundial con relación al PIB, verdadero indicador de la globalización económica. La crisis de 2008 también había dado pie a un serio cuestionamiento de los efectos de la desmedida globalización financiera. Y si nos retrotraemos a 2001, los atentados del 11-S supusieron el primer bofetón al autoproclamado «fin de la Historia»: Samuel Huntington versus Francis Fukuyama.

En el fondo, estos últimos años no han hecho sino acelerar un malestar que ya venía de largo, y que cuanto menos puede trazar sus raíces a aquellas protestas antiglobalizadoras de Seattle de finales de los 90. La cuestión es que la toma de conciencia sobre la profundización de las desigualdades y la emergencia climática han puesto aún más en entredicho el modelo socioeconómico asociado al proceso de globalización que ha caracterizado el último medio siglo. Y ello ha coincidido con la erosión paulatina de los sistemas de gobernanza, tanto a nivel doméstico con el cuestionamiento de la funcionalidad de las democracias —bloqueo, corrupción, captura, populismos— como a nivel internacional —con el desgaste tanto del orden unipolar resultante del final de la Guerra Fría como del entramado institucional liberal establecido tras la Segunda Guerra Mundial, con manifiestas insuficiencias para hacer frente a los grandes retos planetarios.

En éstas estábamos cuando irrumpió la pandemia, que de la noche a la mañana cerró fronteras y puso freno a flujos que hasta la fecha no habían hecho sino crecer ininterrumpidamente año tras año. El más impactante, sin duda, ha sido el de los desplazamientos transfronterizos de personas: las llegadas internacionales cayeron un 74% en 2020, según la OMT, con pérdidas globales por este concepto superiores al total del PIB español. ¿Golpe de gracia a la globalización?

Hará falta mucho más tiempo y distancia para valorar adecuadamente si 2020 constituye un punto de inflexión en el proceso de avance globalizador que hemos conocido a lo largo de nuestras vidas. La realidad es que la globalización ha mostrado a lo largo de su historia tantas vidas como definiciones tiene —que no son pocas—o diferentes fases se le atribuyen –que tampoco lo son (con sólo atenernos a las últimas novedades editoriales tenemos desde las cuatro etapas identificadas por el economista e historiador Marc Levinson en su libro Outside the Box a las siete del también economista Jeffrey Sachs en su The Ages fo Globalization). No pocos observadores anticipan unos próximos locos años 20 de recuperación y fiebre reglobalizadora, al estilo de lo ocurrido después de la Primera Guerra Mundial. Tras caer un 5,3% en 2020, la OMC apunta un repunte superior al 8% en el comercio global para este año, y el FMI acaba de revisar al alza sus previsiones. Con independencia de que sea en forma de V, U, W, K o logo de Nike, lo que nadie parece poner en duda es que habrá recuperación.

Si nos atenemos al estado de ánimo generalizado entre los grandes analistas, también se puede identificar un cierto consenso en torno a la idea de que la pandemia, más que cambiar el rumbo, lo que está haciendo es acelerar una serie de grandes tendencias de fondo que ya venían definiendo las grandes dinámicas globales. Esto es precisamente lo que hace la nueva Estrategia Española de Acción Exterior 2021-2024 (EAE), que próximamente aprobará en su versión definitiva el Consejo de Ministros: traza las principales directrices estratégicas de la acción exterior española para los próximos cuatro años a partir de un diagnóstico de las grandes fuerzas de fondo que están definiendo el mundo en el que vivimos, y que la crisis sanitaria global estaría catalizando.

La primera gran fuerza que identifica la EAE es la interdependencia, principal rasgo definidor de nuestro tiempo. El grado de interconexión, conectividad e influencia mutua entre países, culturas e individuos distribuidos a lo largo y ancho del mundo nunca ha sido tan intenso. Nuestras comunidades dependen cada vez más unas de otras, de tal suerte que la distinción entre política doméstica y política exterior se hace cada vez más difusa. Esto cambia las Relaciones Internacionales, porque exige entender cada vez más y mejor las realidades propias de cada país (su economía, su sociología, su política).  La interdependencia no es nueva, pero su profundización extrema si lo es a través de los procesos de globalización económica, internacionalización política, mundialización cultural e hiperconectividad informativa, que adquieren una dimensión verdaderamente sistémica.

Si bien el ritmo de profundización de la interdependencia parece haberse ralentizado recientemente, ello no quiere decir que se haya detenido. Indicadores como el Índice KOF de la Escuela Politécnica de Zurich siguen apuntando a un avance de la globalización económica, social y política, aunque a una menor velocidad en las décadas de 1990 y 2000. Nuestras economías nunca han estado tan interconectadas, como tampoco lo han estado nuestros sistemas culturales, que a través de las redes sociales y plataformas de streaming cada vez homogeneízan más las conversaciones y referentes a nivel planetario, en tiempo real. Por decirlo en plata, el famoso efecto mariposa nunca fue tan pronunciado. Pocos fenómenos lo ponen más en evidencia que la propia pandemia o el reciente bloqueo del Canal de Suez, que según la consultora Lloyd’s List, costó aproximadamente 400 millones de dólares por hora a la economía global.

La segunda gran fuerza es la complejidad. El mundo es cada vez más complejo, precisamente como consecuencia de la interdependencia y de la multiplicación de relaciones y conexiones causales. Esto hace que su comprensión e inteligibilidad sea cada vez más difícil, y por ende su manejo. Nuestros sistemas son crecientemente incapaces de gestionar esta complejidad, que por un lado requiere un grado de especialización cada vez más pronunciado, pero por otro demanda una visión holística y de conjunto. El ser humano ha dejado de ser la medida de las cosas, pues la capacidad de navegar y dar sentido a esta complejidad no está ya al alcance del individuo, ni siquiera cuando actúa de manera colectiva o recurre a la inteligencia artificial para poder procesar una información incesante.

Se calcula que en tan sólo los dos últimos años se han producido el 90% de los datos existentes en la actualidad, lo cual no es sorprendente si consideramos que al día se mandan alrededor de 500 millones de tweets, se suben del orden de 350 millones de fotos a Facebook o el número de correos electrónicos enviados por el ciberespacio multiplica por 40 el número de habitantes de nuestro planeta. Y el volumen de información generada no deja de crecer de forma exponencial. Cantidad y complejidad van de la mano y, paradójicamente, sólo pueden ser meridianamente confrontadas mediante el recurso a la interdisciplinariedad, que derribe barreras entre comunidades científicas y áreas de conocimiento para comprender mejor sus relaciones y efectos. También exige una reformulación profunda de los sistemas, sus dinámicas y sus procesos.

La interdependencia y la complejidad se dan la mano a un ritmo incesante de transformación. Por ello la velocidad es la tercera gran fuerza que ayuda definir nuestra época. De la misma manera que la interdependencia contrae el espacio, la velocidad contrae la dimensión temporal. Hoy en día, la forma en que aprendemos, convivimos y trabajamos puede cambiar más de una vez en el curso de una misma generación, cosa que no ha ocurrido a lo largo de la historia de la humanidad. La innovación y la transformación tecnológica amplifican la posibilidad de cambio en períodos de tiempo cada vez más reducidos. El desafío radica en que esa velocidad coexista con estructuras de gobierno que no evolucionan al mismo ritmo, lo que acaba derivando en una progresiva incapacidad de éstas para hacer frente al mundo en que vivimos.

Aunque hay determinados elementos asociados a la velocidad del cambio que ya se están desacelerando, como la Ley de Moore con relación al desarrollo de microprocesadores, nuevas fronteras como la inteligencia artificial, la computación cuántica o la biotecnología abren todo un nuevo universo de posibilidades para la aceleración del cambio. Si pensábamos que nuestras vidas se han transformado en poco tiempo como consecuencia de los teléfonos móviles o las redes sociales, no hay más que leer al historiador y escritor Yuval Harari para echarse a temblar por la velocidad del cambio que está por venir, en pocos años, con independencia de que uno sea tecnófilo o ludista, apocalíptico o integrado. El futuro es cada vez más presente. La ciencia ficción, cada vez más real.

Por último, todas estas tendencias confluyen en una propensión generalizada hacia la incertidumbre. Nuestro mundo se caracteriza por la sensación creciente de inseguridad, incomodidad y desorientación que generan la interdependencia, la complejidad y la velocidad del cambio. El temor a lo desconocido y a lo ingobernable dan alas al pesimismo y a un malestar generalizado. Se hace cada vez más presente esa “sociedad del riesgo” de la que ya hablaba el sociólogo alemán Ulrich Beck hace décadas.

Por supuesto, la pandemia no ha hecho sino acrecentar esta tendencia, como demuestran multitud de encuestas, desde el último Eurobarómetro a los estudios del Pew Research Center. Según la Universidad de Zaragoza, más de la mitad de los españoles cree que su vida empeorará tras la pandemia. Una medición anecdótica, pero no por ello carente de interés, como es el World Uncertainty Index, que mide nivel de incertidumbre global basándose en la aparición de esta palabra en los informes del Economist Intelligence Unit, es contundente a este respecto: alcanzó su récord desde 1950 a mediados de 2020, y continúa un 50% por encima de su media histórica.

La Estrategia de Acción Exterior española hace hincapié en que estas cuatro grandes fuerzas de fondo están generando fracturas profundas en nuestro mundo: una fractura socioeconómica, relacionada con las desigualdades y la quiebra del contrato social; una ecológica, que amenaza la sostenibilidad medioambiental y planetaria; otra de tipo tecnológica, que agranda la brecha de oportunidades y el enfrentamiento geopolítico, y, por último, una fractura de gobernanza, de carácter transversal.

Es en estas fracturas en las que debemos enfocar nuestros esfuerzos en los próximos años, pero sin perder de vista las grandes fuerzas de fondo que les dan forma y alimentan. Es cierto que la Covid-19 ha acelerado estas tendencias, pero habría que desarrollar un análisis más detallado, pues la pandemia introduce elementos novedosos, aristas y matices que a largo plazo pueden influir en la dirección y sentido de algunas de estas dinámicas.

Por ejemplo, en el plano internacional veníamos asistiendo tanto a una creciente rivalidad entre China y EE UU como a un cuestionamiento del sistema de gobernanza global. Ambos vectores, interrelacionados entre sí, definirán el orden mundial de las próximas décadas. La crisis sanitaria ha acelerado estos procesos, pero introduciendo importantes variantes de grado, forma y fondo, desde la geoestrategia de las vacunas como nuevo terreno de juego hasta el contraste entre el pobre rol del G7 y G20 y el desempeñado en crisis anteriores. El estado-nación se convirtió en la primera tabla de salvación en la respuesta a la pandemia, reafirmando su papel tanto a nivel sanitario como económico. Pero con el paso de los meses hemos asistido a desarrollos insospechados, de signo muy opuesto, que abarcan desde la primera emisión mancomunada de deuda en la Unión Europea, en el que algunos ven un momento hamiltoniano para la integración comunitaria, hasta la actual reivindicación de los gobiernos subnacionales en el proceso de compra de vacunas (fenómeno en el que el reciente caso de Baviera nos recuerda que esto no es una excepcionalidad española). Ojo a la redefinición del concepto de soberanía en los años venideros y el cuestionamiento de su monopolio por parte de los países: era otra de las tendencias en curso sobre las que la Covid-19 puede estar teniendo un impacto más profundo del que percibimos hoy.

Serán el tiempo y la distancia histórica quienes nos dirán si este período que vivimos tiene más de continuidad o de disrupción, lo cual por supuesto dependerá mucho de las acciones que vayamos tomando como humanidad. A nadie se le escapa que toda crisis es una oportunidad para acometer los cambios necesarios, aunque hoy por hoy cualquier perspectiva idealista que tuviéramos hace un año de una posible mejora sustancial en la colaboración de las grandes potencias o de reforma a fondo de la gobernanza global para hacer frente a retos compartidos como el planteado por una pandemia, parecen haber pasado a mejor vida, subsumidos en la realidad de un mundo más competitivo y basado en la realpolitik.

En cualquier caso, haremos bien en no perder de vista estas grandes fuerzas de fondo que han venido marcando el devenir de la globalización durante las últimas décadas. De una forma u otra, seguirán haciéndolo.

Fuente: Angel Alonso- ESGlobal

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